A finales de 1939, aprovechando el hecho de que el sorprendente pacto de no agresión suscrito con la Alemania de Hitler le dejaba las manos libres en el Báltico más próximo a sus fronteras, el dictador José Stalin decidió, por un lado, apoderarse de las Repúblicas de Estonia, Letonia y Lituania y, por otro, exigirle a Finlandia insoportables cesiones territoriales.
Objetivamente, la situación en la que vinieron a encontrarse todos esos Estados era muy parecida: una desproporción sideral de fuerzas y una derrota más que segura si trataban de hacer frente a lo que inmediatamente amenazaba con venírseles encima, la invasión del Ejército Rojo. Sin embargo, mientras que estonios, letones y lituanos arriaban sus banderas sin disparar un sólo tiro convencidos como estaban de que cualquier resistencia sería inútil, los finlandeses reaccionaron alzando las espadas. Y, contra todo pronóstico, el resultado fue muy distinto del que imaginaba Stalin. Paupérrimos en hombres, equipos y armas, pero buenos conocedores del suelo que pisaban y animados, además, por un espíritu indomable, los finlandeses le infligirían vergonzosas derrotas al Ejército Rojo antes de sucumbir.
Su gesta en la llamada Guerra de Invierno, emocionó a prácticamente todo el mundo. También a Alemania que no quiso reaccionar porque para Berlín tener las manos libres en el Oeste y las espaldas guardadas en el Este, justificaba de sobra el asistir sin pestañear al sacrificio de este pueblo heroico. E igualmente a las potencias democráticas que se cruzaron de brazos debido a que, demasiado ocupadas en sus propios problemas bélicos, no deseaban comprometer algunas divisiones en el auxilio de la lejana Finlandia.
En el año 1993, gracias a la amabilidad de D. Carl Erik Smedslund, consejero de la Embajada de Finlandia en Madrid, recibimos unas fotografías que nunca antes fueron publicadas en España. Rescatamos hoy en esta sección las fotografías que fueron elegidas y publicadas en la Revista Defensa nº 178:
Línea de defensa principal finlandesa el 14 de diciembre de 1939, en el istmo de Carelia.
El 21 de octubre de 1939, mientras que las amenazas soviéticas hacen presagiar lo peor una delegación finlandesa viaja a Moscú con ánimo conciliador aunque en modo alguno capitulacionista. Mientras el país se moviliza. En los parques públicos y en otros lugares se preparan refugios antiaéreos, muchas casas reciben sobre sus fachadas un refuerzo de sacos terreros, las organizaciones cívicas recogen toda suerte de elementos para reforzar el equipamiento de los soldados durante el invierno que se avecina, e incluso tiene lugar el 3 de noviembre, a beneficio de la Cruz Roja, un concierto al que asiste el jefe del Estado, Sr. Kallio, y quien es presidente, desde 1922, de la benéfica institución y que pronto asumirá la jefatura del Ejército en guerra, el mariscal Mannerheim.
Las conversaciones de Moscú han sido un fracaso ya que Stalin no cede un milímetro. El Ejército finlandés, reforzado por el llamamiento de los reservistas y en virtud del estado de aleña-defensa proclamado por el Gobierno, se ha puesto a punto mediante periodos de instrucción suplementarios en campo abierto. A punto en la preparación sobre el terreno y en el plano moral ya que, salvo contadas excepciones, dispone de un material escaso, viejo y en ocasiones incluso francamente obsoleto. Stalin, que lo sabe, ordena pasar de las amenazas a los hechos y el 30 de noviembre, veinte ciudades son sin declaración de guerra previa. Helsinki tiene que lamentar la destrucción de numerosos edificios, casi un centenar de muertos y alrededor de trescientos heridos.
A base de golpes de mano y guerra de movimiento los finlandeses, sabiamente mandados por el mariscal Mannerheim, un antiguo y brillante oficial de la Caballería zarista, han detenido el avance de los rusos y creado una línea de defensa principal en la región de Summa, Carelia. La ayuda exterior sigue sin llegar y hay que echar mano constantemente de los recursos morales como en esta fotografía que presenta al pastor Antti J. Rantama dirigiendo el rezo en Koltanjoki, al Noroeste del lago Ladoga. Sin embargo, a Dios rogando y con el mazo dando. Tras él vemos al teniente Aarne Juutilainen, un veterano de la Legión Extranjera francesa que supo aplicar lo aprendido en esta fuerza de élite, con singular provecho, contra los soviéticos.
La población finlandesa reacciona con disciplina y serenidad ante la guerra. Las fotografías tomadas en el interior de los refugios presentan a damas, jóvenes y mayores, correctamente vestidas y con los sombreros puestos. Las calles son limpiadas de los escombros y restos de vehículos calcinados en tanto que muchas fachadas muestran las cicatrices de la metralla. Mientras, desde las áreas más próximas al teatro de operaciones, la población civil es conducida en trineos hacia la retaguardia.
Ante su sorpresa el Ejército Rojo acumula, una tras otra, las derrotas. Ni su aplastante superioridad en efectivos humanos y materiales le salva. Tampoco el terror de sus generales a ser fusilados por Stalin. A caballo entre el año que se despide y el que entra, la División finlandesa cerca y aplasta a dos divisiones soviéticas en las de Suomussalmi y de Raate. El botín acumulado es fantástico e incluye desde carros de combate a camiones de transporte, pasando por vehículos blindados y más de dos centenares de caballos vivos. Stalin hace rodar cabezas, entre el Alto Mando de las fuerzas invasoras, y decide colocar a su frente a alguien de su absoluta confianza, el mariscal Vorochilov.
Aunque momentáneamente a salvo de la arremetida enemiga los finlandeses saben que precisan de una ayuda extranjera, al menos en medios materiales, para sobrevivir pero estos no llegan ni tan siquiera desde la vecina Suecia cuyo Gobierno saben que, si cae Finlandia, ellos serán el siguiente objetivo en el tablero expansionista del Kremlin. Aquí vemos a Saarijoki, a una decena de kilómetros de la frontera oriental, las avanzadillas del Ejército finlandés observando las líneas enemigas.
La guerra está teniendo muy graves consecuencias para Finlandia que, con su reducido censo, no puede permitirse, como el enemigo, soportar tremendas pérdidas humanas. Así y todo la «Guerra de Invierno» le supondrá 19.576 mortales bien en campaña o fallecidos en los hospitales a consecuencia de sus heridas. En Elimäki el reportero ha impresionado para la historia el entierro de un joven héroe. Y algo curioso: las autoridades hicieron todo lo posible para que los caídos reposasen en sus localidades natales, junto a sus antepasados, y no en cementerios de campaña, un detalle sobre la forma de ver la vida de los finlandeses.
Los rusos son gentes de tierras frías pero en ese dominio les ganaban los finlandeses, todavía más sufridos y experimentados que ellos en zonas tan duras como esta de Saija, Laponia, donde el 21 de febrero de 1940 los Ejércitos contendientes se enfrentaron bajo unas condiciones climatológicas extremas. Por cierto que la población de Finlandia, formada desde hace siglos por finlandeses y suecos, forjó la unión definitiva de esas dos ramas del ser nacional en la «Guerra de Invierno», a la que unos y otros aportaron su esfuerzo y su sangre.
Los trenes de caballos permitieron que la intendencia aprovisionase a los combatientes incluso en las regiones más remotas, como los desiertos helados de la Carelia del Norte, escenario de rudos choques en marzo de 1940.
Al lado de la soviética, la Aviación finlandesa era puramente simbólica. Pero, así y todo, contaba con pilotos de una extraordinaria valía que hicieron muy amargas las misiones de los incursores enemigos cobrándose, entre ellos, numerosas victorias. Este bombardero, con su reconocible estrella roja de cinco puntas, intentó, y le salió relativamente bien, un aterrizaje de fortuna tras ser ametrallado en el aire.
Los servidores de una ametralladora montan la guardia durante el cerco de Lemetti, al Nordeste del Lago Ladoga. Aquí, una vez más, el Ejército invasor fue destrozado acumulando los finlandeses grandes cantidades de material de guerra una parte del cual todavía se encontraba en buen uso.
La «Guerra de Invierno» y más tarde la «Guerra de Continuación», es decir, la participación de Finlandia en la SGM contra los soviéticos, conoció a unas gentes memorables: las mujeres de la organización «Lotta Svärd». Prestaron todo tipo de servicios, incluyendo la vigilancia aérea en el frente interior, y acompañaron a los soldados también en zonas de Muchas de ellas pagaron con la vida su total entrega a la defensa de su patria.
Helsinki ha tenido que tirar la toalla, al quedar sus fuerzas. El 19 de marzo de 1940 los rusos (con capotes claros) llegan a Tolvajärvi para las negociaciones fronterizas locales. La victoria, según cifras oficiales dadas por el ministro de Asuntos Exteriores de la URSS, Molotov, les había costado 48.745 muertos y 158.000 heridos, contra 24.000 muertos y 43.000 heridos del lado finlandés.
Soldados soviéticos, todavía con el gorro característico de los primeros días del régimen leninista, se encuentra con sus enemigos finlandeses en Kuhmo, el 14 de marzo. Para llegar a este punto el Ejército Rojo, tras el nombramiento de Vorochitov, aumentó sus fuerzas en medio millón de hombres, dos mil carros y ochocientos aviones. Frente a ese despliegue Finlandia, que ya había agotado cuanto tenía, hubo de renunciar a seguir combatiendo.
El jefe supremo de la «Guerra de Invierno», el mariscal Mannerheim, aquí, a la derecha, el día en el que le fue impuesta la Medalla de la Libertad de 1ª Clase, con roseta. Junto a él vemos al teniente general Erik Heinrichs, al ministro de Defensa Rudolf Walden y al primer ministro Risto Ryti, Mannerheim aún volverá a mandar a los finlandeses durante la «Guerra de Continuidad» de 1941-44 que, como el anterior episodio bélico, acabó en derrota. Su figura histórica es hoy venerada por los finlandeses que saben de su patriotismo y entrega total a los intereses de un pequeño pueblo que tuvo la desgracia de encontrarse situado junto a un muy peligroso y descomunal vecino.
En virtud de las cláusulas de paz, las tropas y la población civil finlandesas evacuan, antes de que caiga la noche del 26 de marzo, los territorios que se han visto obligados a ceder. Diez días solamente se dieron para la evacuación del territorio de Hanko, cedidos estos «en arrendamiento». Desde aquí y desde las zonas de Carelia perdidas para siempre, columnas de civiles marchan hacia el otro lado de las nuevas fronteras. Se llevan consigo cuanto pueden: desde animales domésticos a muebles y enseres. Todos antes de salir, se han despedido de las tumbas de los suyos entre las que figuran, con la tierra aun recientemente removida, la de los soldados caídos en combate.