Debemos comenzar entendiendo que Europa ha sido un campo de batalla desde los tiempos de Julio César hasta la actualidad, sin excepción. El drama de la II Guerra Mundial convenció a los líderes europeos occidentales de que la democracia y la unión política, económica y cultural serían suficientes baluartes para garantizar la paz, pero se nos olvidó que, en un mundo mucho más globalizado que nunca, la mayor parte de la población vive en regímenes autoritarios, en los que el terror es la manera de imponer la ley y que son conscientes de que su supervivencia depende de la derrota del mundo libre. Y lo que es más grave, que las fuerzas de combate de estos regímenes están en nuestras fronteras.
Se nos olvidó que, incluso, en nuestra pequeña Europa sobrevivían conflictos latentes que nunca se habían resuelto del todo. El enfrentamiento entre Oriente y Occidente en Europa es secular, proviene de las épocas de las invasiones bárbaras y del imperio otomano que ha creado dos submundos perfectamente diferenciados. Debemos comprender que la causa última de la guerra de Ucrania no es la expansión de la OTAN hacia las fronteras rusas, sino la democracia liberal en el mundo eslavo, supuestamente incapaz de regirse por modelos occidentales. Lo que más han temido los sucesivos gobiernos rusos de la historia han sido las ansias de libertad de su pueblo.
A su exterminio físico y político han dedicado la violencia y el terror; y al intelectual, el convencimiento de que el mundo eslavo solo está preparado para ser gobernado por Gengis Khan o Atila, más que por un débil gobierno elegido democráticamente por sociedades enfermas, que valoran más el bienestar material que intelectual o personal. En estos meses hemos analizado las posibilidades de victoria o derrota ucraniana, la capacidad de Occidente de resistir al embargo de gas ruso, la fortaleza de la Unión Europea o de la OTAN frente a la agresión, la connivencia de algunos países europeos con la invasión por su propia agenda e incluso las posibles componendas políticas y geoestratégicas que un Trump presidente podría haber acordado con Putin o Xi Jinping para repartirse el mundo.
Pero más allá del aspecto táctico, debemos atender a ese profundo abismo que nos separa a las grandes potencias y que nos condena en la óptica humana al conflicto bélico. El mundo libre se enfrenta, una vez más, a dos potencias militares con las que no hay nada que compartir, porque son nuestra antítesis. Representan todo aquello que tanto nos costó dejar atrás y que se llevó la vida de millones de personas en guerras y represiones y hambrunas provocadas dantescas de las que nadie sobrevivió para eliminar su relato. El homo doble sapiens del siglo XXI debería ser incompatible con este modo de vida, dirigido desde una élite que basa su elitismo en la ausencia total de empatía.
El mundo en el que estamos no es suficientemente grande para la cohabitación de los dos sistemas políticos y esto lo saben rusos y chinos hace muchos años. No podemos olvidar que la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas), desde comienzos del siglo XX y China desde 1949, han organizado todas las guerras, actos violentos y guerrillas subversivas que se han producido en el planeta, con el único fin de eliminar a la democracia occidental y sojuzgar a aquellos que una vez dominaron el mundo por su superioridad moral e intelectual. La guerra de Ucrania nos ha demostrado dos conclusiones que a veces poníamos en duda.
En primer lugar, que la libertad es un deseo al que todos los seres humanos aspiran, excepto aquellos que hacen de la ausencia de libertad de los demás su propia libertad; y, en segundo, que es el individuo, con su ilimitada capacidad de innovación y creatividad, el que genera el progreso económico, tecnológico y cultural. El autoritarismo de Putin o de Xin Jinping, no ha hecho mejores a sus pueblos, sino infinitamente peores y más débiles y esto es gran parte de su peligro. Las ofensivas ucranianas en el Donbas y en Jerson nos muestran que en un escenario de guerra convencional Rusia será derrotada.
La tecnología occidental se está demostrando tremendamente superior y, sobre todo, más pragmática que la rusa, que se quedó en la URSS. No parece que nada relevante haya ocurrido en tecnología militar en Rusia en las últimas décadas. Sus soldados se encuentran con la misma moral que tenían en la I Guerra Mundial, enviados a morir por un régimen corrupto y despótico. La combinación de ambos factores es terrible para Moscú. El peligro ahora es, sin embargo mayor, porque una retirada, aunque sea parcial en Ucrania es el fin del régimen de Putin y este no vacilará en recurrir a cualquier recurso, incluido el nuclear, antes de asumir su final político.
Lo que debemos entender es que ya no es posible una salida negociada. Zelenski se ha encargado de dinamitarla con su éxito y perseverancia, para el bien de la humanidad. Debemos entender que lo que está en juego en Taiwan no es si es parte de China o no, sino si los taiwaneses son libres o no; lo que está en juego en Ucrania es exactamente lo mismo, su libertad y su derecho a ser lo que son, europeos. Si queremos seguir viviendo en el mundo de libertades nacido de la derrota del nazismo y el comunismo, nos veremos abocados a enfrentarnos en el campo de batalla, porque Rusia no va a ceder. La marcha de los acontecimientos bélicos nos dan a entender que pronto Rusia podría solicitar unas negociaciones para salvar los trastos, el problema es que quizás, si no se da prisa, habrá sufrido la derrota militar más humillante de su historia.
Enrique Navarro
Presidente MQGloNet